sábado, 16 de enero de 2016

Una Pastelería en Tokio


Es una muestra de cómo una película puede sorprendernos sin sobresaltos.
El desarrollo pausado y casi relajante de la narración no permite, en su comienzo, adivinar los derroteros que tomará la historia. Lo que nos permite disfrutar de un comienzo distendido, de comedia amable, y en la que aprendemos cómo se puede ser feliz haciendo un guiso dulce de frijoles (anko) para rellenar unos pastelitos, tipo tortitas a la plancha, llamados dorayakis.
El drama comienza a manifestarse avanzado el metraje, cuando dudábamos de a dónde nos podría conducir ese preámbulo de feliz disfrute a través de la confección de unos pastelitos.
La película avanza adentrándose en el conocimiento de los derroteros vitales de los tres protagonistas, particularmente de la anciana,Tokue, y del encargado del establecimiento, Sentaro.
Y creo que es entonces cuando el filme gira a una historia impregnada de filosofía y espiritualidad oriental, entendido este genérico como lo contrario a un enfoque tipo cristiano-occidental, o a cualquier variante de filosofía existencialista.
Este documento de vida de  tres personas en el Tokio periférico, nos muestra otra forma de comprender y encajar las adversidades de la vida, en donde ni la violencia ni la resignación (entendida como principio básico del espíritu católico) tienen cabida. Si nos muestra la aceptación de la vida desde parámetros más humanos ("Estamos en el mundo para verlo y oírlo", dice Tokue) y carentes de pretenciosidad.
Los tres protagonistas de la historia no son precisamente la avanzadilla de la sociedad. Son tres marginados a los que la directora Naomi Kawase trata como seres humanos del mismo calibre que los triunfadores más pudientes, y a los que trata con una comprensión y un cariño que nos contagia.
Hay mucha insistencia en mostrarnos el viento que agita los árboles, los cielos oxigenados, la belleza de los almendros en flor y la sucesión obediente de las estaciones. Con idéntica admiración nos desvela la parsimonia en la preparación de un guiso y los diversos aromas que emanan de él. Cosas en las que no siempre reparamos, y que está película nos las enseña con tranquilidad y belleza.
Hay un efecto físico que la contemplación de Una pastelería en Tokio opera en el espectador: de tomarte la tensión antes de entrar y al salir, seguro que disminuye unos enteros por el efecto benefactor y relajante de esta hermosa película.


Manuel Fonseca