domingo, 25 de octubre de 2015

El club



El club es la última y aclamada película del chileno Pablo Larraín, quien ya había deslumbrado al público cinéfilo de nuestro país con algunos de sus anteriores trabajos, en especial No (2012), aquel relato magnífico con textura de los ochenta sobre el plebiscito que desbancó a Pinochet y permitió las elecciones democráticas a finales de aquella década.

Precedida por premios y reconocimientos internacionales, se ha rumoreado, no sin cierta malicia, que en Berlín no se atrevieron a darle el máximo galardón –sí se llevó el del Jurado, el Oso de Plata– a este filme áspero en su tono e incómodo, para ciertas esferas sociales, en su temática. Es probable que el premio mayor lo mereciera el experimento de Panahi, por lo que tiene de audacia política y de finta a la censura, pero Larraín, que arrastra el sambenito de ser hijo de la derecha chilena, puede darse por satisfecho por haber llegado hasta ahí (y concurrirá al Óscar, seguro) con este auténtico mazazo cinematográfico.   

Aunque quizá sería mejor acudir a la sala sin conocer detalles de su argumento, este nos traslada a un desangelado pueblo costero de Chile en donde unos sacerdotes y una monja viven confinados “por sus pecados”. En realidad, son unos curas (“curitas”, como repiten ellos) y una hermana criminales a quienes la Iglesia ha condenado y enviado al más puro aislamiento. Pero la historia se nos va desvelando más aterradora si cabe conforme avanza, pues la llegada de un nuevo inquilino, otro curita, provocará a su vez que la institución eclesiástica envíe a un joven sacerdote psicólogo a investigar a los habitantes de la casa con el propósito último de cerrarla. En un arranque desolador y desconcertante, como espectadores tenemos que lidiar además con el subrayado de una fotografía gris, sucia, de tonos apagados y cielos nublados, con planos cerrados o primerísimos planos escrutadores a los rostros de los personajes, que nos introduce en esos espacios asfixiantes y opresivos de la casa, “una cárcel sin llaves”, y del pueblo, pese a la omnipresencia del vasto océano.

En esta atmósfera de miradas, silencios, diálogos contenidos, los personajes van desgranando sus confesiones y revelando unas miserias que han acorralado a la Iglesia en las últimas décadas y que la siguen hostigando. La posibilidad de redención es nula y estos “curitas”, encarnados en unos actores enormes, descomunales, llevan condena y penitencia irrevocables, no así para el director, pensarán él y sus acólitos, pensaremos todos, dado que su posicionamiento es indudable y no tiene por qué cargar con la mochila política de su país ni de su familia.


José M. Troyano Ruiz