El club es la última y aclamada película del chileno Pablo Larraín,
quien ya había deslumbrado al público cinéfilo de nuestro país con algunos de
sus anteriores trabajos, en especial No
(2012), aquel relato magnífico con textura de los ochenta sobre el plebiscito que
desbancó a Pinochet y permitió las elecciones democráticas a finales de aquella
década.
Precedida por premios y
reconocimientos internacionales, se ha rumoreado, no sin cierta malicia, que en
Berlín no se atrevieron a darle el máximo galardón –sí se llevó el del Jurado,
el Oso de Plata– a este filme áspero en su tono e incómodo, para ciertas
esferas sociales, en su temática. Es probable que el premio mayor lo mereciera
el experimento de Panahi, por lo que tiene de audacia política y de finta a la
censura, pero Larraín, que arrastra el sambenito de ser hijo de la derecha
chilena, puede darse por satisfecho por haber llegado hasta ahí (y concurrirá
al Óscar, seguro) con este auténtico mazazo cinematográfico.
Aunque quizá sería mejor acudir a
la sala sin conocer detalles de su argumento, este nos traslada a un
desangelado pueblo costero de Chile en donde unos sacerdotes y una monja viven
confinados “por sus pecados”. En realidad, son unos curas (“curitas”, como
repiten ellos) y una hermana criminales a quienes la Iglesia ha condenado y
enviado al más puro aislamiento. Pero la historia se nos va desvelando más
aterradora si cabe conforme avanza, pues la llegada de un nuevo inquilino, otro
curita, provocará a su vez que la institución eclesiástica envíe a un joven
sacerdote psicólogo a investigar a los habitantes de la casa con el propósito
último de cerrarla. En un arranque desolador y desconcertante, como espectadores
tenemos que lidiar además con el subrayado de una fotografía gris, sucia, de
tonos apagados y cielos nublados, con planos cerrados o primerísimos planos
escrutadores a los rostros de los personajes, que nos introduce en esos
espacios asfixiantes y opresivos de la casa, “una cárcel sin llaves”, y del
pueblo, pese a la omnipresencia del vasto océano.
En esta atmósfera de miradas,
silencios, diálogos contenidos, los personajes van desgranando sus confesiones
y revelando unas miserias que han acorralado a la Iglesia en las últimas
décadas y que la siguen hostigando. La posibilidad de redención es nula y estos
“curitas”, encarnados en unos actores enormes, descomunales, llevan condena y
penitencia irrevocables, no así para el director, pensarán él y sus acólitos,
pensaremos todos, dado que su posicionamiento es indudable y no tiene por qué
cargar con la mochila política de su país ni de su familia.
José M. Troyano Ruiz
