domingo, 13 de noviembre de 2016

FESTIVAL DE SEVILLA - Crónica de un fin de semana


Resultaba imposible acercarse al Teatro Lope de Vega, iluminado con focos de diverso cromatismo, para llegar a la proyección de la película inaugural del Festival Europeo de Cine de Sevilla, y no recordar aquella popular canción de Los del Río. Sí, Sevilla tiene un color especial, lo ha tenido en estos días, no solo en la fachada de la sede más glamourosa del evento, sino en sus calles, en su ambiente, en sus gentes. Correspondiendo a la imagen que habitualmente se tiene de los sevillanos, el festival se hizo como uno más, festivo, calmado, e intenso. Ni el escaso gusto de algunas de sus propuestas (The Lure, aún espanta su recuerdo), ni lo desconocido de otras, ni algún desliz en la planificación del horario (¿La muerte de Luis XIV un domingo a las nueve de la mañana?) resultan otra cosa que anecdóticas, y no pudieron mermar las salas llenas, los aplausos, el entusiasmo. Ni, por supuesto, el gran cine, del cual hubo mucho, y muy bueno, comenzando por la cinta inaugural, Une vie, del francés Stéphane Brizé. Un melodrama de corte clásico, pero no carente de originalidad, merced fundamentalmente a su narrativa audaz, tanto en la construcción del guion, como en el magistral montaje de audio e imagen, superponiéndose con frecuencia dos líneas temporales diversas. Una cinta de época soberbiamente protagonizada por Judith Chemla acerca de la historia de una alta traición a la propia persona – o cómo desgastarse inútilmente por la obediencia a un estéril imperativo categórico.

                                                    Une vie (Stéphane Brizé , Francia 2016)

Con La muerte de Luis XIV Albert Serra entrega la que sea posiblemente la mejor cinta de las cuantas pasaron por el festival, y que entrará sin duda por derecho propio en los libros de historia del cine que están por escribir. Resulta difícil encontrar algún documento que exprese mejor lo que es el morir, ese acto al que el poder, la soberbia, el exceso rinden pleitesía, para dejar al individuo, que acaso representó a todo un Estado, y al mismo Dios, exiguo, indefenso, impotente. Y resulta imposible descubrir una interpretación mejor que la de Jean-Pierre Léaud encarnando al Rey Sol. 

La muerte de Luis XIV (Albert Serra, Francia 2016)

De contrarrestar los efectos beneficiosos de esta obra de contemplación y de otras joyitas del festival, se encargaron filmes como The Lure, la desagradable y deslavazada historia de dos sirenitas siniestras, a modo de musical gore. Un chasco. Todo lo contrario que Le fils de Joseph, una película sorprendente por lo arriesgado de su teatralidad y de su trasfondo bíblico, pero que recoge con acierto elementos de Bresson, Ozu o Lanthimos para narrar una historia profundamente humana, un soplo de esperanza que nos recuerda lo bueno que aún queda en el hombre.

Le fils de Joseph (Eugène Green, Francia 2016)


También con final feliz, Miss Impossible aporta el guion acaso más fresco e imaginativo de los que se vieron, coming-of-age, una vez más, pero esta vez con tacto, con humor, con garbo; un gozo. El estreno mundial de la restaurada Ikarie XB1, no dejó a nadie indiferente, tanto por la visible (y desconocida) impronta que este film dejó en otros de ciencia ficción, como por su lectura política. Recuperada por la sección de clásicos del Festival de Cannes, su visionado se antoja de obligado cumplimiento.También de Cannes, y con vocación de acaparar acá todos los galardones que allá hubiera merecido, nos encontramos al Toni Erdmann de Maren Ade, ofreciéndonos, camuflado entre sus dientes postizos y su densa peluca, su reflexión inteligentísima (y divertidísima) acerca de las relaciones humanas en el extraño mundo en que vivimos. 

                                              Toni Erdmann (Maren Ade, Alemania, 2016)

El crítico que suscribe estas líneas se despidió del Festival con Dogs, del rumano Bogdan Mirica y no acabó de ver la genialidad que otros han alabado en un largometraje que no se sabe muy bien de dónde viene ni qué pretende, inexplicable como el dudoso gusto de algunas escenas, que bien hubiesen justificado algún silbido que otro. Pero no lo hubo. Lo bueno era tan evidente que, como siempre, lo malo se pasa por alto. Como cuando uno está enamorado. Un historia de amor entre el cine y el público, con la preciosa Sevilla como privilegiado escenario. 

Rubén de la Prida.